(Obra de Edison Cruz)
A todas las personas en algún momento
nos han roto el corazón y ¡Vaya que conocemos el crujir de ese dolor interno!…
por más que busquemos artículos en internet sobre cuánto tiempo es el que tarda
un corazón en repararse, hallamos que en realidad siempre queda una
cicatriz sensible, sin embargo, descubres que vas “relativamente” sanando
cuando te atreves a acariciar esa costra que empieza a lucir con relieve en el merito corazón y en lugar de llorar y lamentar comienzas a
sonreír despacito y cada vez con mayor seguridad.
Tras un hecho doloroso de
esos en los que te reclama tu propia alma, es muy difícil volver a sentir con
la misma intensidad, pero comprendes que por chiflado que parezca, algún día te
atreverás a darle las gracias a ese alguien que se fue, sí, en efecto, por
haberte devuelto la libertad.
Esa libertad que comienza
como cosquilleo en las tripas y que reconoces poco a poco como un murmullo
acompañado del sonido de las olas del mar. Al principio te rehúsas a conocer a
otras personas, pues nada ni nadie se igualará a lo que tenías y debe quedar
claro que eso jamás sucederá.
Cuando
comienzas a respirar con tantita soltura, cuando los ojos se han cansado de
llorar, te atreves y dices: ¡va!
En el camino te encuentras a personas tan
rotas como tú, con miedos más obscuros a los que tú has enfrentado y
simplemente llegas a sentir que podrían robarte la poca energía positiva que te
queda para sobrevivir y admites que no quieres ser el refugio emocional de
nadie.
Si eres valiente, sales
de ese círculo que más que vicioso es ridículo y penoso… eso, si eres acaso
eres valiente. En ese camino pedregoso, hallas también a los zopilotes de los
corazones heridos, esos que quieren conocer tu vulnerabilidad para coleccionar
con sorna las “pielecitas” débiles… una vez más si eres valiente, corres, sí,
corres otra vez con ese resto de fuerza que te queda para mirar hacia
adelante.
En este proceso hay días
en los que lloras y lloras y lloras hasta sacar el agüita final que logran
filtrar tus tripas, esa que sale incluso por la nariz, por la boca y hasta por
las uñas.
Otros días tus gestos se van, se desaparecen sin que
sepas a dónde coño se fueron, los buscas por debajo de la cama, en el clóset,
entre los trastes que desde hace meses no utilizas, pero no, no los encuentras
y te convences de que regresarán cuando se les pegue la rechingada gana.
(Fotito de un día después de la lloración)
Pero hay amaneceres en
los que tu sonrisa despierta ahí, presta, dispuesta y precisa, es inamovible y
quieres que sea eterna, pero olvidas que la eternidad cambia cada segundo y
pruebas en esta ocasión, ser otra persona. Cuando este último sentimiento es el
que se prolonga por un ratito más, ahí es cuando te vuelves a repetir las
palabras que los demás dicen: ¡estás sanando! Cuando estás en esta faceta, llega alguien, alguien
ajeno a esos rotitos, a esos hambrientos y a esos seres grises que te
encuentras en ese camino que para ti ha sido negro hasta entonces.
Conoces a alguien que
puede que sea obscuro también, pero le ves tonalidades de brillo, es de ese
negro “zanate”, que con los rayos del sol tiende a parecer azul, rosa o morado.
Y aunque sabes que no estás preparado para amar y quizá te sigues rehusando, te detienes y observas, observas sus manos que no son tan
grandes, pero sí voluntariosas y prestas a acariciar con atención, capaces de
rozarte de lejos el alma.
Son seres que se conducen
en medio de una esfera distinta, quizá tienen instinto de patanes, sin embargo,
rechazan esa naturaleza y la canjean por caballerosidad espontánea (aunque no
siempre luzcan seguros), por unos labios delgaditos y suaves, por una lengua
dócil y calientita, por una espalda digna de ser acariciada (al igual que los
brazos), por una frente amplia que dice “bésame” y por unas mejillas que sonríen
cada que colocas tus labios en ellos.
Cuando encuentras a este
tipo de seres sabes que hay un riesgo, pero como antes has sido valiente, te
detienes y te cubres bajo la atmósfera del “aquí y ahora”. Entonces te dedicas
a disfrutar, sólo a disfrutar sin esperar nada a cambio, porque has aprendido
que cuando uno espera significa confiar en el futuro y en ocasiones éste se
viste de puta y los planes que le entregaste resulta que los revolotea, los
pierde, los olvida y cuando le pides una explicación sólo sonríe y te dice “lo
siento”.
Así que prefieres no
pensar en ese concepto ilusorio y humano. Comienzas desde este momento a reír
demasiado, a reír por todo, a reír nuevamente con sencillez absoluta y
naturaleza amarilla, y no sólo sonríes con los labios, sino también con el
cabello y con cada respiro de tu piel.
Pero te das cuenta que esto no se trata
de nadie más que de ti, de ti, de ti y de ti, y te sientes bien porque al menos
por un instante (eterno) te vuelves a sentir a ti misma (o) desde las entrañas
y re descubres que eres capaz de compartir, de dar, de atender, de escuchar, de
contar, de servir, de besar y acariciar con gusto, con mucho gusto y placer.
Y
sabes que esta sensación durará hasta que te suceda algo de esas cosas que les
llaman “desagradables”, como un dolor de muela, un dolor de cabeza, un dolor de
panza, de ojos o de algo que te compone como máquina humana… si esto
pasa, sabes que te detendrás y reposarás, pero pasará, pasará como todo pasa y
es que si has sobrevivido a ese “mal de amores”, ahora sabes que no eres
vulnerable, sino un fuerte sobreviviente.
La ansiedad nos desenfoca y nos hace
perder de vista nuestro presente, así que vivamos en el Aquí y Ahora.
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