Saltar bien alto

 



Fotografía de mi madre, capturada por mi prima Verci.




A mis amistades y pareja, principalmente les hablo hasta el cansancio de mi niñez, de ese ir y venir entre árboles, tierra húmeda, café y pan.


Mis primeros años los viví con mi abuela Clara y mi abuelo David, a quienes casi por instinto y necesidad llamé mamá y papá, seguro una circunstancia para nada aislada en México.


Correr por el madriago durante horas con mi prima Verci es de las experiencias más vívidas que tengo en la memoria.


Casi a los 5 años, ella decidió que era hora de vivir de cerca esa relación de madre e hija. 


Comenzamos.



No fue fácil.


Una vez, alguien le regaló unos elefantes ‘de la suerte’, los amaba, los cuidaba con ganas.


Alguna mañana cualquiera aparecieron rotos, me castigó, le dije que no sabía cómo había sucedido, aumentó el castigo porque "mentía".


Horas después mi padre apareció para disculparse tras romper por accidente sus elefantes.


Este es sólo un ejemplo de las acciones que me llevaron a guardar un rencor pueril. Que acumulaba y sumaba con el tiempo.


Ahora comprendo. A la par, mi madre tenía también en su mundo joven mucha niebla, marañas, flores sin oler y canciones sin entender.


Crecí distante a ella. 



Me hice distinta casi por capricho.


Por algún tiempo, sentí que no nos queríamos.


Yo sólo prestaba oído a las críticas y señalamientos constantes de los que yo era objeto en sus labios.


La adolescencia fue una etapa frustrante. Me volví experta en mentir, ingenuamente, claro, pues ella siempre se daba cuenta de lo que hacía, vivía, decía y lo que estaba a punto de cometer.


Jugábamos maquiavélicamente (en silencio) para competir a ver quién era más lista… entendible también, pues me tuvo a los 17 años, así que conjugaba su juventud enfrascada y el dibujo de ser madre.


Una vez escribí lo siguiente en un papel que dejé en su tocador:


 “Adoro la deliciosa idea de equivocarme, 

                                      porque sé que tengo la libertad de decisión”.



Obvio más que palabras profundas, era un reto para ella.


La confrontaba a la menor provocación y ella sin chistar me juzgaba como de costumbre.


A veces me preguntaba con la voz temblorosa: ¿por qué no sé nada de ti? ¿por qué no me dejas ser tu amiga?


Debo decir que lo disfrutaba, pues quería decir que mi indiferencia estaba dando frutos.


Pasaron los años y puedo recordar exactamente qué día la perdoné. 


Leía un libro llamado ‘La danza de la realidad’, del loco y a veces equivocado Alejandro Jodorowsky.


Él, entre la fantasía compartía un ritual que le ayudó a perdonar a su padre.


Instruía a imaginar a nuestro padre o madre en su niñez, imaginarles como seres que no recibieron atención ni amor y que por lo contrario, eran maltratados.


Comentaba el autor que ese niño y esa niña, en su etapa adulta seguía con una herida en el interior, en el alma y que a veces, cuando les gritaban a sus hijos o hijas eran ellas y ellos reproduciendo lo que les hicieron.


Invitó a quienes leíamos, que nos imagináramos a ese nene entre nuestros brazos, que le arrulláramos, le cantáramos canciones de cuna, que le dijéramos que nada de lo que pasó fue su culpa, que le afirmáramos que todo estaría bien y que a partir de ese momento sería un ser amado.


Lloré, lloré hasta que las lágrimas me adormecieron.


Lloré recordando las veces que le había gritado, que le había herido, que la había lastimado y que yo sumaba a ese dolor en su camino.


Ha sido casi la única vez que he perdonado con el corazón.


El proceso posterior no fue tarea fácil, requirió diálogo sobre quién soy, qué quiero y mis decisiones.


La primera vez que le dije que no quería ser madre, se puso a llorar y me pidió perdón por no haber sido un ejemplo de maternidad y familia, por mencionar una de las diferencias en nuestras ideologías y por supuesto ella no tiene la culpa de nada.



De ahí, ella, yo, ella con Dios, yo con mis sesiones de terapia, juntas y separadas hemos hecho el trabajo para tener una mejor comunicación.


No, tampoco estoy escribiendo una experiencia sobre cómo un libro me salvó y me llevó al perdón sino cómo la empatía es un eslabón importante o al menos lo es para mí.


Hoy suelo leer artículos sobre maternidad, los cuales me llevan a entender mi propia niñez, el por qué no quiero ser madre, pero sobre todo, para comprender a mi mamá.


Podría decir lo que miles de hijas e hijos conscientes dicen, pero suma valor cuando se dice de verdad: mi mamá es de las mujeres más fuertes y resistentes que conozco.


Desafortunadamente la palabra ‘sacrificio’ es parte de su convicción, así que sí le creo que ha dado todo por mi hermano, mi padre y por mí.



Hace días lloré de nueva cuenta.


Recibí de su parte estos mensajes:



“Te agradezco mucho por ser buena hija y todo lo que nos has dado.


Bendigo a Dios por ti y tu hermano. Mis niños lindos. El saber que están bien es una gran satisfacción para nosotros. Por ejemplo tú estás muy bien en todos los sentidos, no sufres golpes, no pasas hambre, tienes un techo.


Eso es motivo de agradecerle a Dios porque ustedes tienen trabajo, les amo por ser niños valientes.


Lloro de saber que Dios me bendijo con unos hijos tan lindos. La razón de mi vida.


A pesar de yo no tener estudios, Dios me ha dado mucha sabiduría para comprender que los hijos son para disfrutar


Son mi orgullo”.



Para ser sincera, después de vivir tres décadas a su lado, fue la primera vez que dijo sentirse orgullosa de mí.


Hoy agradezco su existencia y agradezco haberme dado la oportunidad de abrazar a ese corazón noble, justo ahora que estamos a tiempo.


Confirmo que en nuestra relación sí hubo oportunidad para el perdón.


Su amor incondicional es como cuando el ave se aferra al viento en medio de tormentas.


Amo su sonrisa y amo  la libertad que este amor nos da.


Amo que ella pueda saltar bien alto.

Comentarios

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  2. Leí tu historia y confieso qué llore, pude imaginarte escribiendo. Yo fui la reina de la mentira, era como mi platillo favorito, disfrutaba tanto mentir, que si no lo hacía sentía que no vivía, a mi madre le contaba mentiras, para verla feliz y que nunca me pensara mal, todas mis mentiras eran una realidad en mi interior, y cuando la llevaba al exterior creaba una explosión, pues a quienes les platicaba me adulaban, mis mentiras fueron muy chingonas, me metían en problemas y a la vez me resolvían la vida, que ironia, poco fui saliendo de ese mundo mentiroso donde lo hacía sin piedad, hoy las recuerdo y me dan escalofríos, no puedo mentir qué me rio a carcajadas. Necesito una botella de vino y escuchar canciones de José Luis Perales, para escribirte un chingo de cosas. Pero eso será en tu próxima publicación. Soy su fiel admiradora señorita Brócoli. Muuuackkk

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    1. Hola, muchísimas gracias por leer siempre, lo valoro muchísimo. Me gusta que también sea a la par un espacio para que tú compartas parte de ti. Te mando un beso fuerte y recuerda que te quiero.

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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