Yo también he sido el Diablo.
Yo también he sido el Diablo.
Así, el Diablo, en masculino, porque es como social y religiosamente se le conoce al príncipe de todos los demonios.
Ahora no me molesta ser “más Diabla que Diosa” como dice Rosaura, una de las chicas más analíticas y críticas de la vida que recién conozco.
Pero es al Diablo (en masculino) a quien se le ha atribuido el derecho de pecar con la mayor libertad posible, sin pena, sin culpa y sin arrepentimientos.
Él peca con gozo, deleite y al aire libre.
El Diablo vive en medio del fuego y no se quema, miente y no se le cuestiona la verdad. Él impone, asusta y se le evita mencionar en determinadas horas de la noche.
De esta manera, sin darme cuenta he jugado ese papel, que no es de orgullo divulgar, sino al contrario, lo viví en la sombra, en lo oculto, debajo de los puentes, en las calles sin acera, escondida entre ramas y en camas revueltas bajo una luz tenue.
Fui el Diablo en un susurro.
Fui el Diablo en un terreno derruido.
La mentira fue mi estandarte y las traiciones mi infierno.
La seducción era mi propio fuego, sin importar a quien dañaba, a quién dañábamos, pues siempre hubo un demonio cómplice con quien completar la escena.
Mis piezas favoritas: seres rotos, con un alma tan vacía en la cual podía internarme y vivir en sus conciencias hasta comerles las costumbres.
Me paraba en medio de los campos, en los techos de las casas, en las esquinas de las habitaciones de matrimonios fallidos y desde ahí miraba en silencio durante un tiempo sin manecillas.
Besaba sin tropiezo de frente a la farsa y entonaba los coros aprendidos en la iglesia de mi cuadra.
Algunas tardes me dediqué a clavarle espinas a un corazón latiendo, lo hice por años hasta que la sangre contenida me empapó la sien.
Toqué la puerta de aquellos muertos que merecían una segunda oportunidad y que Dios no les escuchó, los vestí, los alimenté y los asesiné de nueva cuenta.
Le clavé las uñas a las frutas frescas naciendo y enterré a los animales vivos en el patio de la casa de mi madre.
Jugué y me escabullía entre pieles huecas, entre cuerpos sin sonido.
Maté las flores de los colores más brillantes y se las di de comer a los perros rabiosos que vivían encadenados en el sótano del averno.
Engañé mirando a los ojos, mientras con una sonrisa discreta ocultaba el cinismo que vivía en mis vísceras.
Me comí las entrañas de los hombres que me amaron y de postre pedí las promesas.
Bailé desnuda en los atrios de las casas elegantes y vomité recuerdos en los baños de los mercados.
Yo también he sido el Diablo, sin juicio, sin perdón y sin olvido.
Ya me odiaron, me aborrecieron y detestaron.
Ya estuve en las oraciones de quienes creen en una vida eterna y quienes hacen cirios con sus lamentaciones.
Yo también he bailado como el Diablo.



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